Viernes 02/09/2016, 16:17:40
Dramas de "pelotudos"
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Tomando como ejemplo, el post del compañero TNT con el "pelotudo" de Stephen Hawking, me acordé de dos casos mas en donde no parece haber ninguna esperanza.
¿Como aferrarse a la vida, a la religión, a un consuelo, cuando tu vida es un infierno?
O mejor dicho, ¿como te aferrás a algo, sabiendo que vivís en tu cuerpo, diariamente un dolor insoportable y harías lo que sea por terminar con ese sufrimiento?
Acá expongo el caso de dos "pelotudos" que viven ese calvario las 24 horas. Muchas veces, sin poder casi dormir por el dolor, por la angustia de lo que están padeciendo.
BÉLGICA: EL DRAMA DE UNA GANADORA
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Marieke Vervoort de 37 años, ya sabe dónde quiere que lancen sus cenizas cuando muera. Tiene dos medallas olímpicas y un perro del que apenas se separa. También la mitad inferior del cuerpo paralizado, una visión reducida al 20%, dolores que le impiden dormir durante largas noches y un papel con su firma que autoriza a un médico a ponerle una inyección para acabar con su vida cuando lo desee. Pero eso aún es cuestión de unos años. Su cuerpo dirá cuántos. Antes tiene una misión para la que se prepara concienzudamente seis días a la semana: quiere volver a colgarse una medalla en los Juegos Paralímpicos de Río representando a su país, Bélgica.
Ya ha decidido que los Juegos serán su último reto deportivo. La enfermedad degenerativa que padece dificulta cada vez más su recuperación y hay noches después de una carrera en las que apenas duerme. Tras más de una década compitiendo prefiere disfrutar de las pequeñas cosas de la vida.
En su casa, en la que vive sola con su perro Zen, la pared del salón es un cúmulo de fotografías de sus victorias. Horas antes de su marcha a Canarias, su padre corta el césped del jardín, la valija está a medio hacer y sobre la mesa una hoja escrita a mano recoge una lista de casi una veintena de medicamentos bajo la inscripción "para Río". También ella se somete al examen de las autoridades antidoping. Hace un par de semanas un control la despertó a las seis de la mañana, y fármacos como la morfina solo puede tomarlos bajo expresa autorización médica. Cuatro veces al día, una enfermera la visita, vigila su salud, la acompaña al baño y la ayuda a cambiarse de ropa. En caso de ataque epiléptico o dolor insoportable solo tiene que pulsar un botón para que alguien acuda a ayudarla a cualquier hora.
Su vida no siempre fue así. Todo empezó con una dolorosa inflamación en un pie a los 14 años. Problemas que se extienden a las rodillas. A los 20 ya depende de una silla de ruedas y decide abandonar sus estudios. Quería enseñar. Ser profesora de guardería. En medio, operaciones sin resultado y la angustia del que ve como su cuerpo pierde facultades sin saber lo que tiene. El incierto diagnóstico habla de una enfermedad degenerativa incurable.
Todos aceptan su decisión. Nadie trata de convencerla de que cambie de idea. Bélgica es el país del mundo con las leyes sobre eutanasia más permisivas. Cinco personas deciden morir allí cada día por este método e incluso los menores de edad pueden acabar con su vida si cuentan con el consentimiento de sus padres y un informe psiquiátrico que lo avale. Eso no significa que sea un rápido trámite administrativo. Para poder estampar su rúbrica en el documento que protege su derecho a morir, Marieke tuvo que convencer a un psiquiatra de que su decisión no respondía a un estado de ánimo puntual y probar a tres médicos diferentes que los dolores son tan intensos que no puede vivir con ellos y no hay ninguna esperanza de mejorar.
La certitud de poder elegir el momento del adiós ha sido un estímulo para seguir su vida sin la inquietud de pensar en el suicidio. Antes de lograr la autorización para la eutanasia en su cabeza solo estaba el final. El doloroso proceso que tendría que atravesar hasta la muerte. Ahora es diferente. "Cuando quiera puedo agarrar mis papeles y decir ¡es suficiente! Quiero morir. Me da tranquilidad cuando tengo mucho dolor. No quiero vivir como un vegetal". El miedo no ha desaparecido del todo. Se asusta cuando el diafragma le duele, no puede respirar y los labios adquieren un tono azulado. Entonces marca un número de teléfono y una amiga le hace compañía. Si es más grave, pulsa el botón que avisa a una enfermera. "La gente siempre me ve sonriendo y haciendo deporte, pero no ve lo que pasa cuando estoy en casa".
Para el momento final debe decidir si quiere estar sola o acompañada en el instante en que un médico le coloque la inyección. "Te duermes lentamente y no te vuelves a despertar nunca", describe. No aguarda nada más allá. No es creyente. No después de lo que ha pasado. Tiene todo planeado. Espera que sus padres y dos amigos tengan fuerzas para estar junto a la camilla. Ha dejado una carta para que la lean cuando su corazón deje de latir y quiere una celebración alegre, con músicos. Luego desea ser incinerada. "Quiero que lancen mis cenizas en Lanzarote, donde la lava se une con el mar. Un lugar que me transmite paz y tranquilidad. Quiero terminar allí".
¿Como aferrarse a la vida, a la religión, a un consuelo, cuando tu vida es un infierno?
O mejor dicho, ¿como te aferrás a algo, sabiendo que vivís en tu cuerpo, diariamente un dolor insoportable y harías lo que sea por terminar con ese sufrimiento?
Acá expongo el caso de dos "pelotudos" que viven ese calvario las 24 horas. Muchas veces, sin poder casi dormir por el dolor, por la angustia de lo que están padeciendo.
BÉLGICA: EL DRAMA DE UNA GANADORA
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Marieke Vervoort de 37 años, ya sabe dónde quiere que lancen sus cenizas cuando muera. Tiene dos medallas olímpicas y un perro del que apenas se separa. También la mitad inferior del cuerpo paralizado, una visión reducida al 20%, dolores que le impiden dormir durante largas noches y un papel con su firma que autoriza a un médico a ponerle una inyección para acabar con su vida cuando lo desee. Pero eso aún es cuestión de unos años. Su cuerpo dirá cuántos. Antes tiene una misión para la que se prepara concienzudamente seis días a la semana: quiere volver a colgarse una medalla en los Juegos Paralímpicos de Río representando a su país, Bélgica.
Ya ha decidido que los Juegos serán su último reto deportivo. La enfermedad degenerativa que padece dificulta cada vez más su recuperación y hay noches después de una carrera en las que apenas duerme. Tras más de una década compitiendo prefiere disfrutar de las pequeñas cosas de la vida.
En su casa, en la que vive sola con su perro Zen, la pared del salón es un cúmulo de fotografías de sus victorias. Horas antes de su marcha a Canarias, su padre corta el césped del jardín, la valija está a medio hacer y sobre la mesa una hoja escrita a mano recoge una lista de casi una veintena de medicamentos bajo la inscripción "para Río". También ella se somete al examen de las autoridades antidoping. Hace un par de semanas un control la despertó a las seis de la mañana, y fármacos como la morfina solo puede tomarlos bajo expresa autorización médica. Cuatro veces al día, una enfermera la visita, vigila su salud, la acompaña al baño y la ayuda a cambiarse de ropa. En caso de ataque epiléptico o dolor insoportable solo tiene que pulsar un botón para que alguien acuda a ayudarla a cualquier hora.
Su vida no siempre fue así. Todo empezó con una dolorosa inflamación en un pie a los 14 años. Problemas que se extienden a las rodillas. A los 20 ya depende de una silla de ruedas y decide abandonar sus estudios. Quería enseñar. Ser profesora de guardería. En medio, operaciones sin resultado y la angustia del que ve como su cuerpo pierde facultades sin saber lo que tiene. El incierto diagnóstico habla de una enfermedad degenerativa incurable.
Todos aceptan su decisión. Nadie trata de convencerla de que cambie de idea. Bélgica es el país del mundo con las leyes sobre eutanasia más permisivas. Cinco personas deciden morir allí cada día por este método e incluso los menores de edad pueden acabar con su vida si cuentan con el consentimiento de sus padres y un informe psiquiátrico que lo avale. Eso no significa que sea un rápido trámite administrativo. Para poder estampar su rúbrica en el documento que protege su derecho a morir, Marieke tuvo que convencer a un psiquiatra de que su decisión no respondía a un estado de ánimo puntual y probar a tres médicos diferentes que los dolores son tan intensos que no puede vivir con ellos y no hay ninguna esperanza de mejorar.
La certitud de poder elegir el momento del adiós ha sido un estímulo para seguir su vida sin la inquietud de pensar en el suicidio. Antes de lograr la autorización para la eutanasia en su cabeza solo estaba el final. El doloroso proceso que tendría que atravesar hasta la muerte. Ahora es diferente. "Cuando quiera puedo agarrar mis papeles y decir ¡es suficiente! Quiero morir. Me da tranquilidad cuando tengo mucho dolor. No quiero vivir como un vegetal". El miedo no ha desaparecido del todo. Se asusta cuando el diafragma le duele, no puede respirar y los labios adquieren un tono azulado. Entonces marca un número de teléfono y una amiga le hace compañía. Si es más grave, pulsa el botón que avisa a una enfermera. "La gente siempre me ve sonriendo y haciendo deporte, pero no ve lo que pasa cuando estoy en casa".
Para el momento final debe decidir si quiere estar sola o acompañada en el instante en que un médico le coloque la inyección. "Te duermes lentamente y no te vuelves a despertar nunca", describe. No aguarda nada más allá. No es creyente. No después de lo que ha pasado. Tiene todo planeado. Espera que sus padres y dos amigos tengan fuerzas para estar junto a la camilla. Ha dejado una carta para que la lean cuando su corazón deje de latir y quiere una celebración alegre, con músicos. Luego desea ser incinerada. "Quiero que lancen mis cenizas en Lanzarote, donde la lava se une con el mar. Un lugar que me transmite paz y tranquilidad. Quiero terminar allí".