Sábado 14/01/2017, 06:06:57
Asi se vive en Argentina ( Leer bien)
- 0Seguidores
- 59Comentarios
- 7Me gusta
- 10018Vistas
Asi se vive en Argentina
Julia no se llama Julia, porque hasta tiene miedo de decir su nombre. Ni siquiera lo
usa en el grupo de Whatsapp que creó con sus vecinos, no con el objetivo de
mandarse fotos de los chicos o de arreglar encuentros amistosos sino para alertarse
unos a otros sobre los peligros que los rodean. Cada mañana se despierta, levanta a
sus hijos, chequea los mensajes y recién entonces sale a la calle, en lo posible al
mismo tiempo que alguna otra madre de la cuadra. Al coche ya renunció a meterlo
en su cochera, después de la entradera que le hicieron a su hermana, y lo deja
estacionado en la vereda. Mucho no le importa, ya que vendió su adorada camioneta
porque le resultaba demasiado ostentosa y temía que la asaltaran en un semáforo -a
pesar de que, de noche, prefiere correr el riesgo de chocar y los pasa en rojo-, por lo
que se compró un cuatro puertas bien equipado pero más discreto.
Deja a los nenes en el colegio, les pone un puñado de pesos en los bolsillos por si
los vuelven a asaltar -la última vez al mayor le hicieron un tajo en la cara con una
navaja porque no tenía nada-, les recuerda que entreguen todo si les roban y les pide
que le manden un mensajito cuando salgan. Le parecía que eran demasiado chicos
para tener celular, pero decidió comprarles uno -y renovárselo cuando se los
quitaron a la salida de la escuela- porque prefiere que se hagan adictos a la
hiperconexión antes que la tortura de no saber si están en riesgo.
Julia, que no es Julia, llega al trabajo, estaciona en la calle, baja y le deja un billete al
trapito, que es su opción más segura. La última vez que no le pagó se encontró con
un cristal roto y los tapizados cortados. Se fue a otra cuadra y ahí le estallaron un
ventilete, le abrieron el baúl y le robaron la rueda de auxilio, así que resolvió que le
sale más barata la “colaboración” a (no) voluntad. Con el mismo criterio dejó de ir a
almorzar a ese local que le gustaba porque primero le metieron la mano en la cartera
que había dejado en una silla y otro día le arrancaron la cartera entera, así que ahora
se lleva un taper con comida. Si alguna amiga la invita a desayunar a un bar, se toma
el jugo de naranja y el cafecito aferrada a la billetera.
A la hora de volver a su hogar tiene que pasar a buscar a su marido, que había
decidido dejar de usar su auto porque a él sí lo llevaron a hacer turismo por cajeros
automáticos y había optado por sumarse al tren -al que llegaba cada madrugada
caminando junto a un grupo de vecinos- pero tuvo que desistir: en los apretujones
de la transferencia desde el subte fue perdiendo sucesivamente billetera, celular y
hasta las llaves de su casa, lo que los obligó a cambiar todas las cerraduras. Ahora
arreglaron regresar juntos, aunque como suelen salir de trabajar a horas distintas,
casi siempre uno tiene que hacer tiempo para esperar al otro.
En el camino de regreso van activando alertas. Por el grupo de Whatsapp les avisan
a sus vecinos que están llegando, para que alguno esté atento a la calle y
eventualmente encienda los reflectores que compraron entre todos e hicieron
instalar en los postes de alumbrado. Uno de los dos lleva en una mano el pulsador
portátil de la alarma comunitaria, una sirena que suena desde un altoparlante
ubicado en la vereda frente cualquier eventualidad.
Antes de estacionar, además, dan un par de vueltas manzana para que no les pase
como al de enfrente, que frenó en la puerta de su casa y terminó con cuatro
motochorros en el living. Después, tienen que desactivar la alarma de su chalé, por la
que le pagan una cuota mensual a una empresa, saludan al guardia de la garita de la
esquina -al que también le abonan parte del sueldo-, abren la reja del frente y entran.
Al enrejado lo tuvieron que reforzar, después de que una noche alguien doblara con
un cricket dos barrotes del living del chalé que tienen al lado y se metiera adentro un
ladrón de cuerpo lo suficientemente pequeño para revolver todo, robarse algunas
alhajitas y escapar.
A pesar de todo, es la opción más confiable que encontraron para vivir. Tenían un
departamento en Palermo pero se asustaron porque en el edificio de al lado se
descolgaron ladrones por un balcón y en el de la otra cuadra rompieron puertas a
patadas para meterse con gente y todo. Se fueron a un barrio privado y disfrutaron
un tiempo de las puertas abiertas y las ventanas desnudas, hasta que los de la
guardia entregaron sus datos y se despertaron de madrugada con visitas: su marido
con una 9 milímetros en la frente y ella con una almohada sobre la cara para que no
gritara.
Así llegaron de regreso al Conurbano, donde encontraron un chalé con todo lo que
nunca soñaron: ni jardín con pileta y parrilla, para que no les salten por el fondo; ni
patio delantero con juegos infantiles, para que no los embosquen ahí en alguna
tarde oscura. Eligieron ese barrio porque las cuatro o cinco veces que fueron a
recorrerlo antes de comprar vieron a varios patrulleros dando vueltas. Luego se
enterarían que iban a buscar el sobre al garito clandestino que había en la esquina.
Pero para entonces ya era tarde.
Ahí vive Julia ahora, la mujer que cuando entra en confianza con una amiga nueva ya
no le pregunta por su primer amor o por sus últimas vacaciones, sino por cómo fue
la primera vez que la asaltaron y a quién le pide que le vaya a cuidar su casa cuando
se va de viaje. La progresiva degradación de su calidad de vida es eso que pasó en el
país en los últimos 20 años, cuando los delitos denunciados anualmente pasaron de
ser 500.000 a los más de 1.500.000 actuales.
Y esta es la solucion :
Gracias, politicos por ayudarnos a vivir cada vez mejor desde 1983.
Julia no se llama Julia, porque hasta tiene miedo de decir su nombre. Ni siquiera lo
usa en el grupo de Whatsapp que creó con sus vecinos, no con el objetivo de
mandarse fotos de los chicos o de arreglar encuentros amistosos sino para alertarse
unos a otros sobre los peligros que los rodean. Cada mañana se despierta, levanta a
sus hijos, chequea los mensajes y recién entonces sale a la calle, en lo posible al
mismo tiempo que alguna otra madre de la cuadra. Al coche ya renunció a meterlo
en su cochera, después de la entradera que le hicieron a su hermana, y lo deja
estacionado en la vereda. Mucho no le importa, ya que vendió su adorada camioneta
porque le resultaba demasiado ostentosa y temía que la asaltaran en un semáforo -a
pesar de que, de noche, prefiere correr el riesgo de chocar y los pasa en rojo-, por lo
que se compró un cuatro puertas bien equipado pero más discreto.
Deja a los nenes en el colegio, les pone un puñado de pesos en los bolsillos por si
los vuelven a asaltar -la última vez al mayor le hicieron un tajo en la cara con una
navaja porque no tenía nada-, les recuerda que entreguen todo si les roban y les pide
que le manden un mensajito cuando salgan. Le parecía que eran demasiado chicos
para tener celular, pero decidió comprarles uno -y renovárselo cuando se los
quitaron a la salida de la escuela- porque prefiere que se hagan adictos a la
hiperconexión antes que la tortura de no saber si están en riesgo.
Julia, que no es Julia, llega al trabajo, estaciona en la calle, baja y le deja un billete al
trapito, que es su opción más segura. La última vez que no le pagó se encontró con
un cristal roto y los tapizados cortados. Se fue a otra cuadra y ahí le estallaron un
ventilete, le abrieron el baúl y le robaron la rueda de auxilio, así que resolvió que le
sale más barata la “colaboración” a (no) voluntad. Con el mismo criterio dejó de ir a
almorzar a ese local que le gustaba porque primero le metieron la mano en la cartera
que había dejado en una silla y otro día le arrancaron la cartera entera, así que ahora
se lleva un taper con comida. Si alguna amiga la invita a desayunar a un bar, se toma
el jugo de naranja y el cafecito aferrada a la billetera.
A la hora de volver a su hogar tiene que pasar a buscar a su marido, que había
decidido dejar de usar su auto porque a él sí lo llevaron a hacer turismo por cajeros
automáticos y había optado por sumarse al tren -al que llegaba cada madrugada
caminando junto a un grupo de vecinos- pero tuvo que desistir: en los apretujones
de la transferencia desde el subte fue perdiendo sucesivamente billetera, celular y
hasta las llaves de su casa, lo que los obligó a cambiar todas las cerraduras. Ahora
arreglaron regresar juntos, aunque como suelen salir de trabajar a horas distintas,
casi siempre uno tiene que hacer tiempo para esperar al otro.
En el camino de regreso van activando alertas. Por el grupo de Whatsapp les avisan
a sus vecinos que están llegando, para que alguno esté atento a la calle y
eventualmente encienda los reflectores que compraron entre todos e hicieron
instalar en los postes de alumbrado. Uno de los dos lleva en una mano el pulsador
portátil de la alarma comunitaria, una sirena que suena desde un altoparlante
ubicado en la vereda frente cualquier eventualidad.
Antes de estacionar, además, dan un par de vueltas manzana para que no les pase
como al de enfrente, que frenó en la puerta de su casa y terminó con cuatro
motochorros en el living. Después, tienen que desactivar la alarma de su chalé, por la
que le pagan una cuota mensual a una empresa, saludan al guardia de la garita de la
esquina -al que también le abonan parte del sueldo-, abren la reja del frente y entran.
Al enrejado lo tuvieron que reforzar, después de que una noche alguien doblara con
un cricket dos barrotes del living del chalé que tienen al lado y se metiera adentro un
ladrón de cuerpo lo suficientemente pequeño para revolver todo, robarse algunas
alhajitas y escapar.
A pesar de todo, es la opción más confiable que encontraron para vivir. Tenían un
departamento en Palermo pero se asustaron porque en el edificio de al lado se
descolgaron ladrones por un balcón y en el de la otra cuadra rompieron puertas a
patadas para meterse con gente y todo. Se fueron a un barrio privado y disfrutaron
un tiempo de las puertas abiertas y las ventanas desnudas, hasta que los de la
guardia entregaron sus datos y se despertaron de madrugada con visitas: su marido
con una 9 milímetros en la frente y ella con una almohada sobre la cara para que no
gritara.
Así llegaron de regreso al Conurbano, donde encontraron un chalé con todo lo que
nunca soñaron: ni jardín con pileta y parrilla, para que no les salten por el fondo; ni
patio delantero con juegos infantiles, para que no los embosquen ahí en alguna
tarde oscura. Eligieron ese barrio porque las cuatro o cinco veces que fueron a
recorrerlo antes de comprar vieron a varios patrulleros dando vueltas. Luego se
enterarían que iban a buscar el sobre al garito clandestino que había en la esquina.
Pero para entonces ya era tarde.
Ahí vive Julia ahora, la mujer que cuando entra en confianza con una amiga nueva ya
no le pregunta por su primer amor o por sus últimas vacaciones, sino por cómo fue
la primera vez que la asaltaron y a quién le pide que le vaya a cuidar su casa cuando
se va de viaje. La progresiva degradación de su calidad de vida es eso que pasó en el
país en los últimos 20 años, cuando los delitos denunciados anualmente pasaron de
ser 500.000 a los más de 1.500.000 actuales.
Y esta es la solucion :
Gracias, politicos por ayudarnos a vivir cada vez mejor desde 1983.
El trance tiene todo lo que uno puede esperar en una cancion.....melodias oniricas, magia, pianissimos y fortissimos....es la musica clasica del futuro. Cuando yo lo descubri, senti que estaba en el Cielo.... y que podia acariciarlo con mis manos ... TNT Softly